Por la ventana de Hermosillo me asomé al mundo
Por Carlos Moncada O.
Llegué por tren a Hermosillo la noche del 24 de agosto de 1950. Mi mamá me traía prácticamente de la mano a matricularme en la Universidad. Ni ella ni yo, nacido en Cajeme, conocíamos Hermosillo y en el corto trayecto en taxi de la estación al hotel Calderón, sobre la Rosales, no vimos más que calles oscuras.
Pero lo primero que despertó mi curiosidad fue la ubicación de la estación, casi en el centro de Hermosillo, y el largo rodeo que daba el tren, ya dentro de la población, para descargar el pasaje. Ese rodeo fue conocido como “la pera del ferrocarril”. Decía el cronista Gilberto Escobosa que Hermosillo era el único lugar del mundo en donde el conductor llegaba a la estación antes que el tren. Y era que al pasar frente a ésta, frenaba unos segundos para que saltara al exterior el conductor y cruzara a pie a reportarse en la estación, mientras máquina y vagones daban el rodeo para completar el recorrido.
No quedó huella de aquel pintoresco escenario, pues el gobernador Álvaro Obregón promovió la construcción de una estación alejada del centro, y el gobernador Luis Encinas cubrió el canal que atravesaba la población con generosa provisión de mosquitos, y la atraviesa aún, aunque por abajo del pavimento que hizo aparecer, entre otros adelantos, el bulevar que lleva el nombre de Encinas.
El hotel Calderón, en el que pernoctamos, no existe ya tampoco. Desayunamos el día 25 como príncipes –aunque nunca he sabido cómo y qué desayunan los príncipes—y emprendimos el camino a la Universidad. ¡Y qué camino! La Rosales era hermosa. Todavía no la ampliaban –lo haría la siguiente década el gobernador Encinas—y había un buen trecho en que los altos árboles que crecían sobre una acera tocaban las frondas de los árboles de la acera de enfrente y formaban un arco bajo el cual pasaban transeúntes y automóviles.
Desde luego, los vehículos transitaban en ambos sentidos; la escasa circulación lo permitía, igual que en la Serdán, en la que se concentraban cafés (el Pradas era el más elegante), librerías (dos: la Excelsior, que con el curso de los años cambió de sede y se volvió Librolandia) y la Renacimiento), la Prevo (donde se construyó el banco de Serdán y Yáñez).
Vuelvo a nuestra corta caminata a la Universidad que me enseñó, a tan temprana edad, que el amor a primera vista existe. ¡A primera vista, y de lejos, me enamoré de la Universidad de Sonora! Había flores en la bien cuidada plaza que 40 años más tarde se llamaría Emiliana de Zubeldía, y el verdor de los prados, a la entrada del campus, con el césped igualmente bien cuidado, saludaba al estudiante novato.
Al subir la escalinata –los vitrales de vivo color, otra belleza- nos preguntamos: ¿y los demás estudiantes? Nos habíamos levantado temprano antes de que la cola de solicitantes de matrícula fuera muy larga, ¡y yo era el único! Era sencillo el trámite de inscripción, y lo cubrí con emoción pero sin nervios, agradecido de las atenciones del profesor Rosalío “Chalío” Moreno y discretamente admirado del atractivo de las secretarias (yo tenía 16 años, pero era buen observador).
En 1950 la Universidad sólo tenía tres edificios: el de Rectoría, el de Secundaria (ahora de Letras) y a un costado, el que se usaba como salón de actos y ahora ocupa la Vicerrectoría. En la planta alta, a la derecha, estábamos los alumnos de Preparatoria y los tres grados de Normal, y a la izquierda los de Farmacia y laboratorios; en la planta baja, la Escuela de Comercio o Contabilidad y los escasos estudiantes de Ingeniería y una modesta biblioteca.
Quien lea estos recuerdos, ponga dos canchas de basquet y volibol a un lado de Letras, también una alberca, y algo más cerca de la Rosales, un improvisado campo de softbol, donde aplaudí las hazañas de los hermanos Save. Atrás de los edificios, el resto era terreno enmontado aún en el que no era extraño ver pastando un par de vacas y el caballo del profesor Adalberto Sotelo. La calle Reforma no existía, ni la Galeana, que ahora ofrece un camino corto hacia la Catedral.
Mi mamá regresó a Ciudad Obregón aquella noche, en el tren que venía de Nogales a las 21 horas, con invariable puntualidad. Me dejó instalado en una casa de estudiantes que estaba por la calle Oaxaca. Sólo éramos cuatro pero ahí se hospedaban también algunos adultos: Luis Ocampo y su primo Fernando, que eran empleados del Casino de Hermosillo, un mecánico de motores de avión y un obrero de artes gráficas, y un ex soldado gringo, Kit Haymond, güero y flaco, que convalecía de no sé qué y que nunca aprendió a hablar español. Ocupaba un cuarto con puerta hacia la calle, en el que vivió luego unos meses el mayor Isauro Sánchez Perez, director de la Banda de la Universidad.
No tardé en descubrir que en la Biblioteca y Museo estaba la Hemeroteca con periódicos de todo el Estado y el Departamento de Préstamo de libros, y que en el auditorio había conciertos de música y cantaban los coros. El teatro llegaría después con el profesor Estrella. Por esa ventana, me asomé al mundo.
Hermosillo era entonces UNA CIUDAD ORDENADA Y LIMPÍSIMA. ¿Cuándo dejó de serlo? ¿Volverá a serlo algún día? ¿Qué tal si lo intentamos?